Espectáculos.- Para la escritora argentina Judith Mendoza-White, “recrear el pasado es un arte en sí mismo”, un arte que, además, practica a la perfección. Después del éxito de Cuando pase la lluvia, finalista del Premio Hispania de Novela Histórica, la autora volvió con A veces la tarde miente, libro que también podría encuadrarse en ese género, aunque también lo trasciende. Esta novela, además de histórica, tiene tintes románticos y, por momentos, hasta eróticos.
Por un lado, están Josefina Mitre, la “niña mimada de su generación” e hija del presidente argentino Bartolomé Mitre, y el “candidato perfecto”, Nicolás Bunge. Pero aunque las vidas de ambos están signadas por los mandatos impuestos y las herencias obligadas, también quedarán marcadas por profundas pasiones y la sombra del pecado.
A su vez, en un pequeño pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires conocido como General Alvarado, Paula Rodríguez, la otra protagonista, crece en medio de la falta de oportunidades y el más profundo de los desamparos. Mientras ella lucha por sobrevivir, va tomando forma un rompecabezas que terminará por unir ambas historias en una cascada imparable de azares y destinos que tenderán, sin escapatoria, hacia el escándalo y la tragedia.
Con un ritmo cinematográfico y vertiginoso que no dejará que lectores y lectoras puedan soltar sus páginas hasta su sorprendente e insospechado final, A veces la tarde miente, editado por Emecé, pinta un perfecto retrato de la sociedad argentina de principios del siglo XX, así como la puja interminable entre azar, destino y el poder transformativo del amor.
La cubierta del Ile de France, buque de crucero de la flota Services Maritimes de France, estaba húmeda de mar y niebla cuando Jean-Paul de la Ferrere decidió salir a estirar las piernas luego de terminada la primera comida a bordo. Acodado en la barandilla resbaladiza de proa, buscó un último atisbo de los contornos de Buenos Aires, la ciudad que acababan de dejar atrás. Escudriñando el horizonte con el ceño fruncido y la ayuda de la luz de la luna, finalmente creyó apresar una visión postrera de la ciudad que lo había atrapado en su vorágine de ardor y furia. Jean-Paul de la Ferrere no sabría jamás que su última noche en Buenos Aires, ciudad donde no volvería a poner un pie en la vida, marcaría el destino de dos familias y varias generaciones.
La cena de bienvenida en el salón restaurante de primera clase había sido abundante en platos y vinos exóticos, y el estómago de monsieur De la Ferrere protestaba débilmente contra la carga inesperada de sabores y combinaciones desconocidas. Frotando con delicadeza la curva afectada bajo el chaleco de paño inglés, buscó una reposera y se reclinó con las manos cruzadas sobre el vientre. Los ecos de la orquesta todavía resonaban en el salón de baile vecino al comedor, pero algunas parejas ya comenzaban a aparecer en cubierta para el obligado paseo nocturno.
Monsieur De la Ferrere contempló el borde de las faldas que se deslizaban frente a sus ojos con el crujido inconfundible de la seda nueva, el talle diminuto de las figuras femeninas apresado en corsés implacables, las redondeces de las faldas que se abultaban en la parte posterior en curvas rotundas, casi descaradas. Pensó en el éxito de ese viaje, que acercaría su fama internacional como poeta y académico a América Latina, en la elegancia del alojamiento ofrecido por el diputado Miguel Anchorena, que pese a los detalles de exquisito gusto escogidos por su esposa Delfina, no podía compararse con las residencias de la nobleza francesa que acostumbraba frecuentar.
Una joven morena de figura baja y redondeada pasó a su lado del brazo de un caballero mayor. El borde de encaje de la falda clara rozó la punta de charol de los zapatos de monsieur De la Ferrere con un susurro efímero, de notas acariciantes. Pensó en la noche anterior, la última de su esta día en Buenos Aires, en la curva pesada de los pechos de la mujer que lo había acompañado, en el nombre del burdel que había llegado a sus oídos a través de intercambios masculinos mascullados, secretos.
Pensó en palanganas de agua y olor a permanganato, en música y risas apagadas bajo la carga del placer prometido o aguardado, en senos desbordados sobre sábanas húmedas, en visiones secretas ofrecidas sin misterio ni pudor, y el recuerdo se inflamó en sus ingles. Incómodo, se incorporó en la reposera y extrajo la libreta y el lápiz que siempre llevaba en el bolsillo interior de la levita.
Una nube solitaria ensombreció la luna, sumiendo a los paseantes en la oscuridad durante un largo momento. Cuando el resplandor volvió a iluminar la cubierta el lápiz de monsieur De la Ferrere se deslizó sobre el papel con premura, como intentando apresar un recuerdo que ya comenzaba a escurrirse entre sus dedos.